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Cuento: «La balada de Duir y su amor galante » de Daniel Frini

Mi amado me habla siempre con palabras suaves. Acostumbra describirme, dulcemente, alabando mi tersura al contacto de sus manos, mi perfil marcado, mi aroma «a majestuosidad de la madera del roble» como suele decir, y razón por la cual me llama Duir; que es la palabra con que los viejos druidas nombraban al Árbol.  Él dice que tengo su energía, su nobleza y su fuerza, y también dice que soy resistente, flexible y ágil como el acero de Mondragón, el mismo con el que hacen las espadas toledanas los tenaceros de las ferrerías de Soraluze y Tolosa.

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Cuento: «Éramos un millón de animalitos ciegos» por Daniel Frini

Entraron a mi hogar destruyendo todo.

El primero en morir fue papá, al tratar de impedir que tomaran a mi madre; pero el más grande de los salvajes; el que, a todas luces, era el jefe del grupo, le asestó un tremendo golpe con su garrote, que deshizo su cabeza.

Mi hermano mayor me tomó entre sus brazos y quiso sacarme de la Gran Sala, alejándonos de Casa. No supe de dónde vino el ataque. Se le doblaron las piernas y caímos. Cuando vi sus ojos vidriosos escudriñando el vacío, comprendí que estaba muerto. Grité con todas mis fuerzas, en una mezcla de impotencia y locura.

Ese fue mi último acto consciente. Nunca más volví a ver a mi familia.

Los salvajes me encerraron en una caja pequeña, en completa oscuridad. Me alimentaban una vez por día y nunca me dejaron salir. El olor y la pesadez del aire eran insoportables.

No sé cuánto duró esa agonía. Perdía el conocimiento de continuo. En mis escasos momentos de lucidez notaba a veces una negrura total y otras, hilos tenues de luz que iluminaban mis manos sangrantes e infectadas, como lo estaba el resto de mi cuerpo. El movimiento bamboleante me mostraba que íbamos andando, hacia un destino que desconocía.

En el delirio de la fiebre, oía desgarradores gemidos y hasta lo que, supuse, eran palabras que decían mis compañeros de marcha y agonía. No reconocía su lenguaje.

Cierto día, el bullicio del exterior se hizo atronador. En algún momento abrieron la puerta de mi caja y dos salvajes me sacaron, arrastrándome. La claridad cegadora inundó mis ojos. Cuando, después de un tiempo, pude adaptar mi vista a la luz, comprendí que me encontraba en una jaula. Con gran esfuerzo, me puse en cuclillas y pude apreciar la inmensidad de la trágica escena.

Estábamos en una habitación muy grande, más grande que cualquiera que hubiese visto antes. A ambos lados de un pasillo estaban dispuestas las jaulas, similares a aquella en la que ahora me encontraba, algunas grandes, otras pequeñas; una encima de otras. En su interior, infinidad de seres de los que habitaron mi tierra. Desde los grandiosos Caballos-con-Trompa, hasta los hermosos Seres-que-Surcan-los-Cielos.

Mi jaula ocupaba uno de los lugares más altos, apenas por debajo de una ventana circular. Poniéndome en puntas de pie, con esfuerzo, a través de ella podía ver un paisaje desolado: una gran extensión de arena, con algunos arbustos esparcidos aquí y allá; una llanura chata, apenas cortada por una montaña solitaria, a lo lejos, detrás del horizonte.

En la jaula vecina habían colocado a una hembra de mi raza, a la que jamás había visto antes. La cubría de vergüenza su desnudez obligada, y aunque la supuse hermosa, su rostro con sangre seca, sus ojos rojos de llanto y su cuerpo tan maltratado, quizá como el mío; me empujaron a la pena y a la necesidad de consolarla. Le hablé con suavidad, pero ni siquiera me miró. Perdí la cuenta del tiempo que pasamos allí.

No había ningún tipo de separación entre las jaulas de arriba y las de abajo, de modo que el excremento y el orín de las superiores caían, de una a otra, hasta llegar al piso. Muchos de los cautivos que estaban en las jaulas inferiores murieron. Cada día, una vez, los salvajes entraban a la Gran Habitación y retiraban los muertos, ponían a prisioneros recién llegados en otras jaulas y nos daban escaso alimento. Nos castigaban sin motivo.

Creo que mi compañera enloqueció. Lloraba y llamaba, toda hora, a un hijo que no estaba. Por fin, una mañana en que vi el cielo oscurecido por las nubes, se abrió la puerta de la Gran Habitación y entraron todos los salvajes. A su cabeza, uno de ellos, de pelo blanco y cara surcada por arrugas viejas, y al que nunca habíamos visto; alzó su mano. Se hizo el silencio y con voz atronadora habló con palabras que no entendí, pero que aún escucho en mis oídos como a una maldición, como el motivo y razón de la muerte de mi mundo. Él dijo:

—¡Animales!, mi nombre es Noé.

Afuera se desató la tormenta. Llovió durante cuarenta días y cuarenta noches.


Daniel Frini
Córdoba, Argentina (1963).
Reside en Villa Ballester, San Martín, Buenos Aires. Es Ingeniero Mecánico Electricista por la Universidad Nacional de Río Cuarto (UNRC) y Diplomado en Dirección General Economía y Negocios para Pequeñas y Medianas Empresas por la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM), escritor y artista visual.

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