Cuento: «Así vas a terminar» por Luis Contreras Chipana

Hoy, de vuelta, clarito, clarito, he soñado con mi Mercedes. Estaba bien joven, flaquita y traía puesta la misma ropa que usó la última vez que la vi antes del crimen, cuando salía para irse al trabajo: chompa marrón de lana, pantalón polar negro y zapatillas blancas de lona.

Tras mis párpados, en esa fantasía, se reprodujo una nueva escena. Nos encontrábamos sentadas frente al crepitante fogón, en el patio, como habitualmente lo hacíamos en invierno. El cielo proyectaba un color grisáceo inusual y deprimente. Ella al principio estuvo silenciosa. Luego, se animó a iniciar la conversación.

―¿Cómo están mis chiquitos, ma? ―me preguntó.

Su interrogante me sorprendió un poco; sin embargo, cuidadosamente, fingiendo rabia y resentimiento por su partida, para desviar de cierta forma la atención de lo que me preguntaba, contesté: ‹‹Bien››. El silencio se interpuso. ‹‹Bien››. Nada más.

Ante ello, Mercedes, mi pobre Mercedes, agachó la cabeza y, tras expulsar un leve suspiro, comenzó a lamentarse: ‹‹Perdóname, mamá. Perdóname por dejarlos, por producirles este gran dolor. Todo ha sucedido por mi culpa. Tú me advertiste sobre ese hombre. Me lo advertiste y yo no te hice caso. Debí separarme de él… con mis hijos. Debí hacerlo, pero no. Rebelde, pues, fui. Perdóname››. Y rompió en llanto, como bebé, desconsolada, mientras se agachaba para lavarme los pies con sus lágrimas.

―Tranquila, tranquila… ―la retuve en el acto.

Sentí en ese instante, nuevamente, estas ganas tremendas de envolverla y estrecharla entre mis brazos, de besarla, de contarle todo lo que hemos sufrido en su ausencia, de llorar a su lado, de recordarle que la amo tanto, de decirle: ‹‹Ya, mi carita de luna. Cálmate, hija. Si tú no tienes la culpa de nada. El desgraciado es ese que nos causó este daño››. Sin embargo, nada de lo mencionado pude hacer ni expresar. No por espasmo, sino por decisión. Ella no debía saber, ni siquiera sospechar, lo que de verdad nos estaba sucediendo. Nada.

―No te preocupes, hija ―añadí finalmente, procurando ser más comprensiva ―. No te preocupes. Los chicos están bien. Ambos son muy obedientes y destacan en el colegio. Tranquila. Tú descansa en paz ya. Todo está bien. Descansa por favor.

Mercedes, sin embargo, no me miraba. Seguía con la vista en el piso y sollozaba.

            ―¡Meche! Te estoy diciendo que están bien. Ya basta. Deja de malagüerear.

Su llanto, de pronto, se tornó más ruidoso y melancólico. Cuando quise acercarme para hacerla reaccionar, mi pecho comenzó a tamborilear como si galoparan alocadamente sobre él muchos caballos. De pronto vi todo borroso. De pronto tuve náuseas y mareos. De pronto mi hija desapareció y me encontré en un vacío total, pleno. ¡Mercedes! ¡Meche!, intenté pronunciar, pero no pude. Mi cuerpo no obedecía las órdenes que le dictaba mi cerebro. Era una piedra. Estaba tiesa. Lo único que logré fue cerrar los ojos. Y me quedé así: reposando mis brazos (mi ser) sobre mis rodillas, tratando de tranquilizarme, de no pensar, de respirar lo más lentamente posible. Los síntomas se aliviaron un poco, pero no por mucho tiempo, pues al rato los caballos retornaron… hasta que una estocada caliente, áspera y asfixiante me sobresaltó y me devolvió a la realidad. 

Al abrir los ojos, me hallé en la oscuridad asfixiante del cuarto. Mi cuerpo reposaba sobre la superficie ondulante de la cama, bajo la colcha que se orillaba desordenadamente hasta mis cinturas. Sobre las sienes había acumulado dunas de un sudor helado. Como el que transpira quien ya está próximo al más allá. La fiebre había disminuido, pero no hasta el punto de extinguirse. Con dificultad estiré mi brazo hasta la silla de madera. Pude notar, en esa parte de mi cuerpo, que la vejez ya había absorbido la vitalidad y la lozanía de mi piel. De la taza con orines, para colocarlo sobre mi frente y así aliviar la calentura, extraje el trapito húmedo, que mucho tiempo atrás habría sido parte del polo de uno de mis nietos… mis nietos…

―¿Y mis nietos? ―me escuché decir con sorpresa.

Desde afuera los graznidos insistentes de una bocina y los ladridos de los perros del barrio se colaron por algunas aberturas de las esteras. Esa fue la única respuesta que hallé. Lo que a su vez me anunciaba que serían, masomenos, las seis de la tarde.

«Espero que estén jugando afuera ―pensé tratando de darme tranquilidad ―. Espero que no se hayan ido a comprar a la farmacia. Claramente les había dicho que no era necesario… Yo soy un roble… Además, saben que si se van más allá del barrio se ponen en peligro.  Ojalá… Ojalá que estén por acá no más».

Me aventuré en levantarme, entonces, con gran esfuerzo. Lo mucho que pude conseguir fue sentarme sobre el filo del colchón (el trapito con orines cayó de mi vientre al suelo, ensuciándose). Las energías que gasté, al parecer, fueron las únicas que me quedaban; por ello, apenas estuve arriba, un vértigo terrible me atacó, seguido de unas ganas tremendas de vomitar. Finalmente, quedé sentada, con la esperanza de que el malestar desapareciera.

―¿Qué pasa, vieja? ¿Así vas a terminar? ¿Así?

Algunos rayos, delgadísimos, de la calle, se filtraban a través de las improvisadas paredes y acribillaban mi rostro. Cuando al fin me sentí más estable, busqué con ambos pies mis zapatos y al hallarlas me paré. Los síntomas volvieron y me sacudieron. Fui fuerte y avancé, a tientas, hasta la entrada. No sé de dónde saqué fuerzas, pero allí estaba, con la mano sobre el cerrojo, a punto de abrir la puerta.

A penas asomé la cabeza, mis mejillas fueron rasguñadas por los vientos fríos que venían desde cerros lejanos. El polvo que traía esos aires empañó mi vista. Inmediatamente después de sobarme los ojos, dirigí la mirada hacia la izquierda, hacia el final de la inclinada avenida. Ni un alma deambulaba por allí. Después miré por sobre todas las casas. El cielo, con su panza de fuego, asfixiaba nuestra ciudad.

‹‹¿Dónde estarán esos chicos?››.

Luego giré la cabeza hacia el otro lado, como en dirección a las imponentes montañas que rodeaban nuestro pueblo joven. ¿A dónde se habían ido todos? A esa hora, las vecinas tenían la costumbre de sentarse en banquitas o en piedras para matar el tiempo chismoseando, mientras esperaban a que sus maridos llegaran del trabajo. Si no era eso, por lo menos, se podía hallar mocosos jugando con sus pelotas, con sus trompos o a las canicas. Sin embargo, en ese lugar no había nadie. Estaba absolutamente sola. O eso parecía. ¿Y el panadero? ¿Y los perros? ¿Y mis nietos? Nadie.

‹‹Muchachitos del demonio estos. ¿Dónde andarán? Les dije… Les dije que no vayan. Saben que el desgraciado que los engendró se ha escapado y que les quiere hacer daño. Saben que él me lo juró cuando se lo llevaban para el penal».

―Y ahora siguen esos chibolos, tía―llevaba esa cara de matón que siempre supo poner bien―. Esos chibolos que a lo mejor ni son mis hijos.

«¡Maldito! ¿Cómo puede dudar de eso? Si el Walter es su vivo retrato. ¡Maldito! ¡De ese tipo de gente se puede esperar de todo!… Pero por qué… por qué me quedé dormida. ¡Por qué! Tercos son. Tercos como su madre… Si yo ya estoy bien… Ya estoy bien… Mejor voy a buscarlos. Sí, sí, sí…Y, si no los encuentro, tendré que ir a la comisaría».

A pesar de sentirme todavía muy agitada, me levanté del improvisado asiento. Un ligero dolor recorrió toda mi espina dorsal. Volví a ver en ambas direcciones y, al encontrarme nuevamente sola, descendí por las desordenadas piedras que hacían de escalera. Cuando estuve a dos escalinatas de la avenida, esa larga trocha que nos conducía serpentinamente hasta la zona urbana de nuestra gran Comas, un vértigo repentino me hizo pisar mal, resbalar y caer como un saco de arroz.

Fue un golpe mudo, pero tan doloroso que me hizo gruñir. Procuré pararme, pero no pude. Ya no me quedaba nada de fuerzas y el dolor se había proliferado por todo el cuerpo. Así que quedé tendida, con medio rostro pegado a la árida y hedionda tierra.

‹‹¿Quién me va a ayudar ahora? ¿Qué será de mis pequeños nietos? ¿Tantos años de lucha para terminar así: como caca de perro?››.

Entonces solo atiné a acomodar mi cabeza en dirección a la ciudad. Y lo hice. Con mucho esfuerzo, pero lo logré. Sin embargo, mis ojos no lograron captar con nitidez ningún objeto. Estaban húmedos. No sé si por la pena, por la fiebre, por el golpe o por el cansancio. No veía claramente. Y cuando quise levantar un brazo para despejar mi visión, un sueño repentino y dominante comenzó a apoderarse de mí. Parpadeé. Parpadeé una y otra vez. Finalmente, mi sentido alterado comenzó a notar cómo una mancha que se mezclaba entre marrón negro y blanco se acercaba cada vez más. Así, también, mis oídos intactos comenzaron a percibir gritos parecidos a los de un simio. Cada vez más, mientras mis párpados eran vencidos y la inmovilidad se apoderaba de mí, esas especies de chillidos se tornaron más modulados.

―Ma… ma… ma ―escuché intempestivamente. Mi mirada ya se había sumergido en la ausencia de luz―. ¿Qué te pasa? ¿Estás bien? ¡Ma! ¡Ma!

Hice un último sacrificio de energía y abrí los ojos. La luz se abrió paso entre mis pestañas y, de esa forma, pude reconocer a quien me hablaba. Era mi hija, mi Meche. Estaba como en el sueño: sentada junto a mi inservible cuerpo, con la misma ropa, con la misma cara de melancolía. Lloraba. ¡Era mi Meche! ¿Cómo no acordarme de cada una de sus facciones?

―Me… Mech…― enuncié a penas. Toda la novela de mi vida empezó a reproducirse alocadamente en mi cabeza y sobre mis pómulos resbalaban los cristales de mi alma―. Meche…

― No, ma, no. Yo soy tu nieta Rosa.

‹‹¿Rosita? ¡Cuánto ha crecido esta muchacha! Ya es una señorita››.

―Rosa ―pude decir todavía ―.¿Y tu… tu hermano?

―No, no… De él no te preocupes. Está bien. Está bien. Vamos, arriba, arriba…

― ¿Dónde? ¿Dónde está?

― Él está bien. Está en la comisaría. Y no te preocupes. El desgraciado de mi padre ya no nos hará nada.

― ¿Por qué… por qué lo dices, hija?

―El Walter hizo justicia con sus propias manos. Pero no te preocupes. No te preocupes. Todo fue en defensa propia y hay testigos…

Después de oír el anuncio de mi nieta, una ligera sensación de tranquilidad me hizo suspirar profundamente. De repente, esa esponjita que siempre fui, poco a poco, se fue convirtiendo en un elemento más de la naturaleza. Ya empezaba a sentirme como las plantitas que se esmeraban en crecer por los rincones de nuestras casas. Ya me sentía parte de la tierra. Allí mismo, ya no recibía ninguna señal de lo que me rodeaba. Ninguna. Lo único que todavía advertía era el latido de mi corazón que lentamente se apagaba.


Luis Contreras Chipana (Lima, 1994).
Estudió Educación en la UNMSM. Es escritor y docente de Comunicación en el nivel secundario. Ganó los juegos florales de su facultad dos años consecutivos con sus cuentos: Rock en el parque (A un paso del concierto) y Rebeldes.

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